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DEPORTES 22-3-2004
La Copa es de la Afición
Héctor Mendal (NJ)
La afición del Real Zaragoza demostró en la Final de la Copa de Su Majestad el Rey que es una de las mejores aficiones del fútbol español, si no la mejor. Los aficionados aragoneses dieron una lección de deportividad y de fidelidad a sus colores durante toda la jornada y, en el estadio, supieron llevar a su equipo en volandas hacia la consecución de la sexta Copa del Rey para el Real Zaragoza.
Nunca hubo que subir tanto para jugar en La Romareda, ni las avenidas de acceso al estadio aragonés alcanzaron semejante amplitud. En ese punto de incoherente reflexión una fila de autobuses de seguidores del Real Madrid, estacionados en las laderas de la montaña de Montjuic, ayudó a recuperar la perspectiva perdida en un día donde el zaragocismo soñaba despierto.
Estadio Lluis Companys de Barcelona, terreno neutral, 22.500 aficionados de cada finalista, 4.000 asientos libres para disuadir a la violencia y otros tantos cedidos en compromisos federativos: se jugaba una final y el marco debía ser simétrico, sólo lo que se dibujara en el rectángulo de fondo verde iba a determinar qué zona brillaría más a la luz de la Luna, que luchó por no perderse la final que más cerca se jugó de su casa, en la montaña mágica de Montjuic.
Pese a recorrer una distancia menor, la afición aragonesa partió mucho antes. A primera hora de la mañana comenzó la caravana de autocares públicos y particulares de distintos colores... y el mismo sentimiento: amarillo y negro por fuera, blanco y azul por dentro. Cada vehículo fue, durante 300 kilómetros y alrededor de cuatro horas, un karaoke con ruedas, donde se mezclaban los cánticos clásicos con los éxitos más modernos, enlazados todos ellos por gritos que se imaginaban a Savio llegando a línea de fondo con la cabeza arriba y templando un centro, como sólo sabe su zurda mágica, para que el Guaje marque un nuevo gol, a Cani, pasando entre las piernas de Roberto Carlos su aparente timidez del Bernabéu y asociándose a la primera ofensiva en un ataque al corazón de la Galaxia blanca; a Galletti devolviendo con intereses el mano a mano que le birló Casillas en la jornada liguera; o a Milito, con sus rizos de punta, apareciendo en el último segundo para marcar un gol con la rodilla derecha, aquella por la que desestimó su fichaje el conjunto madridista el pasado verano y que tan buenos resultados está dando en Zaragoza.
Con esas imágenes rebosando en unas cabezas protegidas con gorras y decoradas con pinturas o pañuelos, desembarcaron los aficionados del Real Zaragoza en la capital catalana. Su primer apoyo en tierra firme tuvo lugar en los aledaños del Estadio Olímpico de Montjuic, donde quedó aparcado cada autobús de la línea sexta: Zaragoza-final Copa del Rey. Los primeros llegaron con el mediodía. Desde entonces, la romería fue resbalando por la ladera hasta el Hotel Plaza, lugar de concentración zaragocista, a ambos lados de la puerta de entrada.
La llegada del equipo del Mini Estadi del Fútbol Club Barcelona, donde los jugadores completaron a puerta cerrada el último entrenamiento antes del desafío más importante de sus vidas, fue el primer momento culminante de una jornada abusiva en retratos y sensaciones. Alrededor de 300 personas se agolparon entre la puerta del autocar y la del hotel, abriendo un pasillo imposible por donde los jugadores recibieron el aliento, el golpecito en la espalda, la palma abierta en busca de chocar con una gemela... Cualquier gesto de apoyo que se ocurría en décimas de segundo y permitía la escena. Entonces, Peralada y su antioxidante concentración, o las noches en vela ahuyentando a la guadaña del descenso parecieron no haber existido nunca. Los rostros del zaragocismo miraban al infinito y sólo veían los brillos de una Copa que les esperaba a las 23.00, 33 escalones sobre la arena donde debería luchar con el gigante más poderoso y diestro con el balón entre los pies.
Las estatuas venecianas de la plaza España cambiaron durante toda la tarde de nacionalidad, y Montjuic dejó por un día de ser una montaña para conservar su condición mágica y convertirse en una colmena donde las reinas querían ser, y fueron, las avispas. Decíamos que el volumen de las aficiones era idéntico, pero la densidad zaragocista casi hizo desaparecer a la hinchada de la galaxia. Pudo ser por una cuestión de valentía desesperada, de cerrar los ojos y avanzar entre las llamas, sin importar morir en el intento, porque nadie, salvo uno mismo, apostaba por la supervivencia. La segunda equipación fue la primera piel de unos incondicionales que pintaron la ciudad de negro y amarillo mientras se entregaban en la enseñanza de la banda sonora "camino a la sexta".
Conforme se acercaba la hora de la verdad, una hora que no llegaba nunca, Barcelona se fue haciendo zaragocista. No se partía de una posición demasiado lejana, cuando uno paseaba por las calles de la Ciudad Condal con su bufanda, su bandera, su gorra, su anagrama zaragocista o su cara pintada de blanco y azul -algunos como Mel Gibson en Braveheart-, no paraba de recibir gritos de ánimo por parte de las gentes de Barcelona. Digamos que el Zaragoza es del grupo de los simpáticos que pasan desapercibidos en esta ciudad... que pasan desapercibidos cuando no se dispersan más de 20.000 almas por sus principales arterias alargando el "alé, Zaragoza, alé, alé" hasta el infinito.
Por infinito, principio y fin de un 17 de marzo para la historia, entenderemos el estadio olímpico de Montjuic. En el fondo sur, donde se abre la puerta del maratón y se apunta al pebetero, las banderas aragonesas, las pancartas de las peñas y los aficionados desplazados se hicieron uno, aunque los cánticos provenían de todos los lados. La abeja madre siempre será el Madrid, sobre todo si en la comparación sólo entra el conjunto aragonés, pero por un día las avispas del Zaragoza fueron las reinas de una colmena situada en lo alto de la montaña.
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